1853-1930 PRIMERA EMBESTIDA DEFORESTADORA

tractor en el monte

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Carlos Merenson

La Constitución Nacional sancionada el 1° de mayo de 1853 e inspirada en el pensamiento de Alberdi, acompañó las ideas dominantes a nivel mundial, que desde Inglaterra indicaban la necesidad de establecer una división internacional del trabajo, como la clave de un continuo crecimiento económico. División que a partir de 1860 es aceptada por la Argentina, con una intensidad de integración tal, que en pocas décadas transformó drásticamente la fisonomía social, política y económica del país.

Transcurridos setenta años desde la Revolución de Mayo, Buenos Aires era sede del puerto de salida de las exportaciones hacia Europa y tenía un claro dominio de la producción ganadera nacional, triplicando el número de cabezas de ganado vacuno y ovino que en conjunto sumaban las provincias de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos y La Pampa; que como única estrategia productiva, les quedaba entonces desarrollar la agricultura para abastecer a Buenos Aires y al resto del país.

Este proceso quedó bien reflejado al analizar las superficies cultivadas, que en 1872, indicaban que Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos en conjunto, con 172.000 hectáreas, igualaban el área bajo cultivo de Buenos Aires. En tan solo dos décadas, con 2.776.000 hectáreas las tres provincias antes señaladas duplicaban el área cultivada bonaerense.

Fue en el marco de la promoción agrícola en dichas provincias que se registraron los primeros episodios de conversión masiva de masas forestales nativas hacia un uso agrícola comercial en gran escala y fue el Espinal, su primer escenario.

En Santa Fe emergieron las primeras colonias agrícolas. Esperanza, San Carlos y San José son ejemplos emblemáticos del surgimiento de una agricultura extra bonaerense a gran escala.

No solo se desmontaba con objetivo de habilitar tierras para el cultivo agrícola, sino que se agregaba la demanda de combustible – leña – por parte de una incipiente industria derivada del agro: los molinos harineros. Esperanza llegó a contar con diez molinos alimentados con la leña de los montes cercanos, cuyo rápido agotamiento, sumado a problemas de transporte, llevó a su desaparición en muy corto tiempo.

Cabe aquí señalar que como consecuencia de la producción pampeana dominante – cueros y lanas – surge un elemento nuevo de gran importancia para el proceso de desarrollo socio económico y de indiscutible impacto sobre nuestras masas forestales nativas: el ferrocarril. Horacio Giberti[1] al describir su nacimiento y rápida evolución mencionaba que: “Influido por la estructura económica de la época, adopta la forma de abanico convergente en el puerto de Buenos Aires, que concentra el intercambio. Inaugurado en nuevo sistema en 1857, para 1872 cuenta ya con 864 kilómetros de vía, que se tornan 7.645 en 1888 y llegan a 14.462 durante 1895”.

Este proceso de conversión del Espinal se desarrolló intensamente durante cuarenta años a manera de un arco que en las dos últimas décadas del siglo XIX, se inició en el centro y extremo este de la región, alcanzando durante las dos primeras décadas del siglo XX su extremo oeste, en los dominios del Caldén (Prosopis caldenia), donde el paisaje casi en estado prístino, se mantuvo inalterado, hasta que con la llegada de los colonos se inició un creciente proceso de degradación y pérdida de las masas forestales presentes.

Es en el extremo oeste del Espinal, que para el Ing. Lucas Tortorelli correspondía a los territorios del Parque Pampeano-puntano – en tanto no reconocía al primero como una formación forestal – donde culminó el proceso de deforestación masiva de este valioso ecosistema forestal. En “Maderas y Bosques Argentinos” se refería al parque Pampeano-puntano destacando que:

“…se vienen realizando extracciones no sólo de rollizos, sino también en gran escala de árboles completos, para dejar las tierras en condiciones que permitan dedicarlas a la cultura agrícola y ganadera. Y no obstante los rendimientos poco interesantes y con frecuencia hasta los fracasos de estas actividades, la acción negativa de destrucción del bosque continuó, al punto de establecerse como obligación, por parte del explotador forestal, la de entregar la tierra libre de cepas, es decir, lista para el paso del arado. Así fue como se perdieron grandes extensiones de bosques que fueron sustituidas por formaciones arbustivas o herbáceas pobres, no quedando con frecuencia, ni relictos del bosque primario desaparecido. Y al desaparecer el bosque, en aquellas regiones, desaparece paralelamente la condición principal de habitabilidad para el hombre mismo.”

La cobertura leñosa original, encontró entonces en la colonización, con la inseparable expansión de la frontera agropecuaria, su factor de alteración masiva.  Este avance fue motorizado por el fuego, tal como sigue ocurriendo en la actualidad, por ejemplo en la provincia de La Pampa, donde se producen grandes incendios, avanzando desde los pastizales y arbustales, hacia las ya escasas formaciones leñosas, principalmente los bosques de Caldén (Prosopis caldenia).

En la provincia de Córdoba, Cabrera señalaba que los bosques de Algarrobo (Prosopis sp.), eran muy poco frecuentes e indicaba la presencia muy aislada de fragmentos de bosques residuales entre el paisaje agrícola dominante. Actualmente, esta situación ha empeorado y los mencionados bosquetes prácticamente han desaparecido. En la provincia de Santa Fe ocurría algo similar, situación íntimamente ligada a la dinámica de los cambios en el uso de la tierra, donde el desmonte con fines agropecuarios era un modelo tradicional.

Pero en el Espinal, no solo operó el avance de la frontera agrícola. Si bien el aprovechamiento del bosque nativo de la región se inició en la época de la colonia, la mayor explotación industrial de los bosques de algarrobo y ñandubay ocurrió a principios del siglo XX y la de los bosques de caldén, durante su primera mitad. Sus maderas fueron mayormente destinadas a la fabricación de muebles, pisos de parquet, adoquines, colmenas, carbón, postes para alambrados e instalaciones rurales.

Se podría decir que fruto de los diferentes modelos de producción aplicados, las masas forestales nativas del Espinal adquirieron, en términos generales, la condición de residuales.

En forma paralela al creciente desarrollo registrado a partir de la Revolución de Mayo en la región pampeana y litoral, la región núcleo forestal de nuestro país: el Parque Chaqueño, comenzó a ser impactada, no a la manera del Espinal – conversión total y definitiva – sino con un objetivo claramente maderero, caracterizado por un manejo basado en cortas selectivas, que dejaba a su paso masas forestales fuertemente degradadas.

El Jesuita Pedro Lozano, el primer historiador del Chaco, consideraba que el nombre de la región era de origen Quechua y en cuanto a su etimología mencionaba que:

“…Chaco indica la multitud de naciones que pueblan esta región. Cuando salen a cazar los indios juntan de varias partes las vicuñas y guanacos; aquella muchedumbre junta se llama Chacu, en lengua quichua, que es la general del Perú, y por ser multitud de naciones las que habitan las tierras referidas, las llamaron a semejanza de aquella junta, Chacu, que los españoles han corrompido en Chaco.”

Otro Jesuita, Joaquín Camaño Bazán, en “Noticias del Gran Chaco” escrita en el siglo XVIII explicaba el origen del vocablo “Chaco” de la siguiente manera:

“[…] Los indios de Chicas, y los de Humahuaca, […] iban en ciertos tiempos del año a la Cordillera de Cozquina, […] y se entretenían allí algún tiempo en cazar vicuñas. El modo de cazarlas es distribuirse muchos cazadores de una compañía por los contornos de un determinado sitio, que tienen señalado, y dispuesto, o como [vallado] para este fin espantarlas por todas partes hacia el tal sitio, y encerrarlas en él unos, mientras los otros dentro de aquel recinto las van corriendo y [tomando], o derribando con las armas de caza que llevan. Este modo de cazar, y la otra especie de animales, que cazan en esa manera, se llama Chacu en la lengua general del Perú, que dichos indios hablaban, y hablan hasta el presente. El mismo nombre [le] dan a los sitios que tienen destinados para esta especie de caza. Cuando pues los conquistadores españoles ocuparon la Provincia de Chichas, y la parte septentrional del Tucumán, tuvieron frecuentes ocasiones de oír que tales, o [cuales] indios iban, o habían ido, o querían ir al Chacu, esto es, al sitio, o paraje de la caza, o a cazar. Más como, aunque sabían ya bastantemente la lengua del país, no entendían el significado de aquella palabra, y por otra parte la frase, con que eso dicen, se hace por una partícula de movimiento más propia para juntarse con nombre, que signifique lugar, o país, que con nombre que signifique alguna acción concibieron desde luego, y creyeron que los indios llamaban Chacu a aquellas tierras hacia donde iban, o hacia donde señalaban, cuando se le preguntaba, donde era ese Chacu. […] comenzaron de aquí los españoles a llamar Chacu vagamente, y por mala pronunciación Chaco, a todo aquel país indefinido para ellos incógnito, que miraban al oriente de aquella parte de Chichas por donde entraban, y de las tierras que iban conquistando y comprendiendo bajo del nombre de Provincia del Tucumán.”

Pese a sus difusos orígenes etimológicos, la región que hoy conocemos como Parque Chaqueño tiene unos límites muy bien definidos. Forma parte del Chaco Americano, que involucra territorios de Argentina, Bolivia, Paraguay y una pequeña porción de Brasil ocupando una superficie total de aproximadamente 110.000.000 ha, con 67.495.900 ha, en territorio argentino.

Desde tiempos anteriores a la conquista, el gran Chaco estuvo habitado por poblaciones pertenecientes a seis familias lingüísticas: Mataco-mataguayo; Maskoy; Zamuco; Lule-Videla; Tupí–guaraní y Guaycurú (Braunstein y Miller), perteneciendo a esta última el pueblo “Toba”, el más importante en número y por la extensión de suelo que ocupaba.

Durante el período colonial, el Gran Chaco Gualamba[2] – tal como dio en denominarlo en 1589 Ramírez de Velasco, gobernador del Tucumán – se fue poblando gradualmente de reducciones y fortines que defendían las fronteras contra los ataques de las tribus no sometidas, particularmente en las jurisdicciones de Santa Fe, Córdoba, Corrientes, Santiago del Estero y Salta.

Luego de la Revolución de Mayo, la región quedó incorporada, en virtud de la subdivisión territorial dispuesta por el Directorio en 1814, a las Intendencias de Buenos Aires, Salta y Tucumán.

Pero no fue hasta pasada la guerra de la Triple Alianza (1865-1870) que se inició la ocupación efectiva de los territorios chaqueños, con la creación del Territorio Nacional de Gran Chaco en enero de 1872 multiplicándose las expediciones y asentamientos de los primeros inmigrantes, fundamentalmente de origen italiano.

Fue el Presidente Nicolás Avellaneda quien promulgó la “Ley de Inmigración y Colonización” (1876) y quien durante su gobierno reguló la explotación de bosques nacionales (1879) y estableció el primer reglamento nacional completo que incluía diferentes temas[3]. Si bien era una legislación sencilla orientada al uso conservacionista del recurso, en la práctica resultó de muy difícil aplicación.

La campaña militar del Chaco finalizó en 1884, dejando a su paso un gran número de nuevos asentamientos, entre ellos Las Palmas (1882), que se fundó al influjo de una nueva actividad productiva: la azucarera. Estas fundaciones se extendieron en el tiempo y hacia 1910 se fundó Presidencia Roque Sáenz Peña, también al influjo de otra actividad productiva de gran impacto en la región, en este caso, la algodonera.

Si bien la inmigración fue la política dominante, el Gran Chaco no recibió una corriente colonizadora similar a la experimentada en la región pampeana y litoral. Entre los factores que regulaban su llegada a estos lejanos territorios, el acceso a la tierra se constituyó en el principal escollo, llegando prácticamente a paralizarse toda actividad colonizadora en la región, en las dos últimas décadas del siglo XIX.

En 1903 y mediante la Ley 4167 de Tierras, se derogó la legislación anterior, pero no la reemplazó acabadamente. Se estabilizó recién en 1927, con una reglamentación que por primera vez prohibió dar concesiones sin un plan dasocrático previo, obligó a licitar las áreas y a usar guía. Este Decreto Reglamentario de la Dirección General de Tierras (DGT) de 1927 constituye un acabado y extenso documento en el que se tratan detalladamente aspectos tales como: la organización de la DGT, el régimen forestal, los yerbales y su explotación, bosques, tierras fiscales, obligaciones de los concesionarios, colonias agrícolas y forestales, reservas de tierras y licitaciones.

A principios del siglo XX, una nueva corriente inmigratoria procedente de la Provincia de Corrientes y del Paraguay comenzó a poblar la región chaqueña, retornando la inmigración europea, una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, instalando la producción agropecuaria en una escala significativa, motorizada casi excluyentemente por la producción algodonera, implicando un crecimiento de la deforestación en la zona propicia a este cultivo, que entre 1920 y 1934 creció a una tasa de 11.800 hectáreas anuales. A fines de la década de 1930, las mejores zonas con aptitud agrícola fueron ocupadas por inmigrantes europeos, paraguayos y por pobladores de provincias vecinas que dedicados a las labores conexas al cultivo del algodón y la incipiente industria textil que éste originaba, se radicaron en los territorios de las actuales provincias del Chaco y Formosa.

En otra región del Parque Chaqueño: “El Impenetrable”[4], cuya denominación por si sola nos ilustra sobre las difíciles condiciones reinantes, los primeros intentos de asentamientos no indígenas se producen hacia 1875, fundamentalmente mediante pobladores criollos, que desde Salta o Santiago del Estero ocuparon las tierras boscosas practicando una ganadería extensiva y rudimentaria bajo monte, una agricultura de subsistencia y la explotación maderera a baja escala. En tanto que los primeros inmigrantes europeos llegaron recién a finales de la década de 1920, estableciéndose en las colonias agrícolas Juan José Castelli y La Florida, creadas en 1928. Es con estos inmigrantes, llegados como consecuencia del accionar de la Unión Agraria Germano Argentina, a los que se sumaron criollos y aborígenes, que se comenzó a desarrollar, con enormes dificultades, la actividad agrícola en estas inhóspitas regiones.

Las producciones agroganaderas y forestales en el Parque Chaqueño se desarrollaron en general, a una muy baja escala, hasta la llegada de los ferrocarriles, que durante la década de 1930 posibilitaron la expansión de la ganadería y de la agricultura bajo riego, como así también el aumento significativo de la producción forestal primaria, todas a expensas de las masas forestales nativas de la región.

Un ejemplo paradigmático lo constituyó el Chaco santiagueño, hábitat del Quebracho colorado, cuya madera mostraba características poco comunes: gran dureza y muy elevada resistencia frente a la acción del fuego y de la humedad, características que lo transformaban en un recurso estratégico para el desarrollo económico nacional. El alambrado con postes de quebracho colorado posibilitó la expansión de la economía ganadera bonaerense. Los durmientes de Quebracho fueron fundamentales en el tendido ferroviario y las primeras locomotoras usaron la energía capturada en su leño, sirviendo también como combustible para el insipiente desarrollo industrial. Con el Quebracho nace la industria forestal a gran escala, pero la modalidad de esta industria basada en la corta selectiva como práctica y la concepción minera frente al manejo de un recurso renovable, transformaron en muy corto plazo un recurso estratégico en un recurso escaso.

Raúl Dargoltz señaló que:

“Fue en ese período que se forjó una ecuación fundamental con verdaderos vasos comunicantes de muy difícil separación: ferro­carril – explotación forestal – formación de los grandes la­tifundios. Ninguna de estas partes hubiera podido existir independientemente sin las otras. Comenzó entonces la gran privatización y entrega de las tierras pú­blicas de la provincia de Santiago del Estero, ya que las mayores reservas forestales se ubicaban en tierras fiscales del este y noroeste de la provincia, hasta ese momento desocupadas y que fueron vendidas a entregadas a vil precio. (Departamentos More­no, Ibarra, Copo, Taboada y Figueroa). Los gobiernos provinciales que se sucedieron a partir de 1898 cambiaron la ECOLOGIA por la ECONOMIA. La supuesta riqueza presente por la pobreza futura.”

A mediados del siglo XIX, hizo su irrupción una demanda internacional por un producto no maderero de enorme valor estratégico, particularmente desde el punto de vista militar: el Tanino. Fue en 1850 cuando se descubrió el gran poder curtiente contenido en la madera de Quebracho, lo cual llevó a la instalación de las dos primeras fábricas de tanino en las Provincias de Corrientes y Santa Fe (1888). Esta producción no maderera impactó sobre los bosques de Quebracho en una forma determinante, en tanto orientó las cortas en forma selectiva y desmedida hacia los árboles maduros, condenando a la extinción a extensos quebrachales de incalculable valor. La extracción de tanino para el curtido del cuero aumentó en proporciones notables durante la Primera Guerra Mundial y motivó la extracción desmedida de árboles maduros ocasionando el empobrecimiento de las masas.

El modelo forestal taninero que se instaló en la región chaqueña desde mediados del siglo XIX se caracterizó por una creciente concentración y escala, cuya máxima expresión las constituyeron: “The Forestal Land Timber and Railway Co. Ltd.” y su desprendimiento de 1931: “La Forestal Argentina Sociedad Anónima Industrial, Comercial y Agropecuaria”.

La producción taninera definió un significativo impacto sobre las masas boscosas que le servían de base productiva, a lo cual se sumó, aprovechando el aislamiento de la región y un Estado ausente, una significativa y nociva influencia social, en tanto las empresas tanineras, también actuaban como proveedurías monopólicas de sus empleados y obreros; administraban justicia en ciertos asuntos y hasta emitían papel moneda. El desarrollo urbano quedó atado indisolublemente al destino de la empresa forestal. Nadie en los pueblos que crecían a su alrededor podía residir ni ejercer el comercio sin acordar los términos con la empresa.

Esta situación se mantuvo hasta la década de 1940 en la que irrumpieron las políticas sociales, definiendo una activa intervención de los organismos estatales, hecho que sumado al creciente deterioro de las masas forestales nativas y a modificaciones en el mercado mundial del tanino, llevaron al inicio de un proceso de decadencia que se mantuvo, con algunos altibajos, hasta nuestros días.

Este modelo forestal, que también incluyó al obraje en sus formas más rudimentarias, se desarrolló en la región chaqueña en las mismas décadas en que se desarrollaba en la región pampeana y litoral, una verdadera explosión de la colonización agrícola apoyada en una fuerte corriente migratoria europea. Esta colonización no logró hacer pié en la región chaqueña en tanto la política gubernamental claramente privilegiaba las leoninas concesiones forestales por sobre las intrincadas adjudicaciones de tierras destinadas a colonización agrícola, concesiones forestales que eran otorgadas sin ponderar el valor maderero en pie y sin considerar el costo de la regeneración y menos aún, incluir cláusulas destinadas a garantizar ese objetivo.

Entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, solamente en Santiago del Estero fueron vendidas unas cuatro millones de hectáreas de monte a muy pocos compradores, al precio de veintitrés centavos la hectárea, en momentos en los que el valor de un solo durmiente pagaba el costo de comprar siete hectáreas y la existencia de Quebrachos por hectárea era sumamente elevada. Por los mismos años, en Formosa, se destinaban 41.000 hectáreas a la colonización agrícola frente a las 940.000 hectáreas que se le asignaban a no más de catorce concesionarios forestales.

Pero como se mencionó, no solo operaban las tanineras en la región. El obraje era el otro gran actor forestal y Santiago del Estero el escenario en el que adquirió mayor desarrollo. Obraje sobre el que Bernardo Canal Feijóo (La Estructura Mediterránea Argentina) mencionaba:

“…solo por un exceso escolático se puede hablar de industria forestal. Se trata simplemente y a lo sumo, de una pseudo industria; carece de permanencia; se establece, cumple su objetivo local, se levanta y desaparece sin dejar rastro en sentido positivo, abriendo una profunda huella en sentido negativo, todo ello en un ciclo fulminante, no se ajusta a ninguna condición técnico-científica; a título de extractiva es directamente destructora, por mucho que pueda enriquecer individualmente a algunos y dar buenos impuestos al fisco, no genera riqueza en el lugar, no deja riqueza: deja desierto, botánico y zoológico; deja desolación; provoca desequilibrio atmosférico, irregularidad climática, sequía, erosión, muerte”.

Resultan ilustrativas las afirmaciones de Adrián Zarrilli en su documento “Gran Chaco Argentino, 1890-1950” donde menciona que:

“El 12 de octubre de 1884, el ramal ferroviario del Central Córdoba proveniente de Frías, en el sudoeste provincial, llegaba a Santiago del Estero, en su paso a Tucumán. Por supuesto que ninguna de las personas que entusiasmadas vitoreaban el paso de esa inmensa mole de acero que arrojaba “humo y chispas a su paso”, podía imaginarse siquiera que el esperanzado ferrocarril iba a convertirse en el principal elemento despoblador y de destrucción de las economías del interior provincial. Comenzaba la formidable explotación forestal a la provincia, y una larga noche de más de cien años caería sobre ella condenando a la miseria, el éxodo y al analfabetismo a sus habitantes.”

De las estadísticas oficiales, que normalmente infravaloran las extracciones forestales, al no ponderar debidamente la abundante tala ilegal, se desprendía que hasta 1941, sin tomar en cuenta otras especies arbóreas, se habían extraído del territorio Santiagueño 150.000.000 de ejemplares de Quebracho Colorado. Entre 1900 y 1980, los datos oficiales marcaban que habían salido de los bosques santiagueños, más de 170 millones de toneladas de madera y 80.000.000 de durmientes. Mientras que entre 1900 y 1966 se habían transportado desde la provincia hacia la región pampeana 64.500.000 postes. A valores de 2005 (4 U$S/poste, 50 U$S/tn de madera y 60 U$S/durmiente) dicha sangría superó los 13.500 millones de dólares. A cambio de ello, el pueblo de Santiago del Estero solo vio crecer la pobreza, la emigración y el deterioro de su territorio.

Se puede afirmar que la industria taninera, que se abastecía de ejemplares maduros de Quebracho Colorado, degradó los bosques por la corta selectiva de árboles de gran diámetro, dejando paso a las cortas para fabricar durmientes, que empleaban para ello, aquellos diámetros no utilizados por los tanineros. La producción de durmientes abrió entonces el camino a la producción de postes, primero los denominados “dobles reforzados” y luego los “postes simples” en la medida que la masa se iba empobreciendo en cuanto a los diámetros de sus ejemplares; del resto se ocupó la producción de leña, carbón y finalmente el sobrepastoreo y pisoteo intensivo de la ganadería, todo lo cual dejó los suelos desprotegidos y expuestos a la radiación solar y la erosión del agua y de los vientos, dando cuenta final de la ya castigada regeneración natural.

El uso forestal o agrícola, en muy poco difirieron en cuanto al destino final de las masas forestales nativas. Mientras la explotación forestal, en cualquiera de sus formas, invariablemente las degradó, muchas veces hasta alcanzar límites irreversibles, el avance de la frontera agrícola directamente las eliminó, en la mayor parte de los casos, por la expeditiva vía del fuego.

Otro ejemplo de los efectos deforestadores implicados en la etapa agro exportadora los encontramos en el caso de la Selva Misionera. Fue hacia finales del siglo XIX, que el Presidente Julio Argentino Roca convertía a Misiones en Territorio Nacional (1881), separándolo de la provincia de Corrientes. Tranquilizadas las turbulencias políticas y militares desatadas a partir de 1810 en esos territorios, se inició la explotación a escala comercial de las riquezas madereras de la selva y de los yerbales silvestres, debiendo enfrentar los problemas derivados de un territorio escasamente poblado y carente de toda infraestructura.

Entre 1869 y 1895 el Territorio Nacional de Misiones, recibió la primera ola de inmigrantes europeos, integrada por polacos y ucranianos, fundamentalmente campesinos, que en su mayor parte se asentaron en la Zona de Campo que se situaba al sur de la provincia.

Frente a la acelerada colonización de los territorios misioneros, durante el Gobierno de Julio A. Roca, se aprobó la Ley 3662 de “Explotación de Yerbales” (1897) que fijó el arancel a pagar por los permisionarios, ya que hasta ese momento la explotación se hacía sobre plantas espontáneas en los bosques públicos de Misiones.

A la corriente de inmigración promovida desde el gobierno se sumó en 1920 una importante corriente de colonización privada, motorizada por compañías colonizadoras entre las que se destacaban la “Compañía Eldorado Colonización y Explotación de Bosques Ltda. S.A. de Adolf Schwelm” y la “Sociedad Colonizadora Alto Paraná Culmey y Cía. de Carlos Culmey” que fundamentalmente canalizaron hacia Misiones parte de la importante migración que desde Alemania se multiplicaba hacia América después de la Primera Guerra Mundial. A diferencia de la colonización oficial, esta corriente se dirigió al norte, internándose en la zona selvática, cuyo único acceso era por vía fluvial, alcanzando la zona de las sierras centrales de la provincia.

Las explotaciones forestales invariablemente se iniciaban en aquellas zonas que garantizaban vías de saca de los rollizos hacia los ríos Paraná o Uruguay, concentrando las cortas casi exclusivamente sobre cuatro especies[5]: Cedro (Cedrela fissilis), Peterebí (Cordia trichotoma), Incienso (Myrocarpus frondosus) y Lapacho (Tabebuia sp.). También es de destacar la explotación de la Yerba Mate (Ilex paraguariensis) que era extraída directamente de la selva, donde crecía en manchones, llegando prácticamente a extirpar la especie del ecosistema.

Este modelo de explotación selectiva, que se practicaba sin control alguno, en tanto los litorales ribereños eran en su gran mayoría de propiedad privada, fue responsable del drástico empobrecimiento de la selva en una franja que promediaba los 30 kilómetros, desde las costas de los mencionados ríos hacia el interior. Estas selvas degradadas fueron dejando paso a los cultivos que se extendieron en la región de la mano de las diferentes corrientes colonizadoras. La selva enfrentó un doble avance: el de la frontera urbana y el de la agricultura que se ejecutaba principalmente mediante el rozado a fuego de las selvas empobrecidas por la corta selectiva.

Entre 1920 y 1940, la superficie cultivada pasó de 5000 a 60.000 hectáreas, principalmente destinadas a cultivos anuales como, entre otros, el tabaco, maíz, mandioca y porotos, o también cultivos permanentes como la Yerba Mate, mediante el cual se intentaba cubrir el déficit de esta producción silvestre.

Tal fue el auge del cultivo de la Yerba Mate que, fruto de la sobreproducción alcanzada, se creó la “Junta Nacional de Yerba Mate” (1933) como ente encargado de regular el área cultivada y se dictó la Ley 12.236 (1936) que creó la “Comisión Reguladora de la Yerba Mate” y el “Mercado Consignatario de Yerba Mate Nacional Canchada”, mediante los que se prohibió la plantación de yerba mate y se establecieron cupos de producción.

A partir de lo anterior hizo su irrupción un nuevo cultivo que comenzó a motorizar el avance de la frontera agrícola a expensas de la selva remanente: el “Tung”. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, su precio internacional cayó estrepitosamente, siendo abandonado su cultivo.

La demanda del mercado, el mejoramiento de las técnicas modernas de extracción y de construcción de rutas, permitieron reducir los costos y acelerar el proceso de extracción, y por lo tanto transformar las masas forestales nativas en tierras disponibles para los cultivos agrícolas, (Gandolla, E., 1995). Pero, al mismo tiempo, no hubo avances significativos en relación a las prácticas de silvicultura, extracción y ordenación. Entre el inicio del siglo pasado hasta finales de la década de 1950, la explotación forestal fue la principal actividad económica desarrollada en la Selva Misionera. Una intensa extracción selectiva condujo a su masivo empobrecimiento, a excepción de algunos escasos vestigios de selva intacta, en áreas poco accesibles del Norte y Este de Misiones.

Esta explotación fue posible a causa de la disponibilidad de grandes extensiones de selva primaria, una mano de obra abundante y el transporte económico por vía fluvial. La mecanización del transporte, la apertura de rutas y la incorporación de tractores, permitieron una intensificación en la explotación de la selva sobre distancias cada vez más alejadas del Paraná. La llegada de las industrias y aserraderos en la Provincia aumentó la presión.

Hacia 1810, prácticamente el 100% del territorio de la actual provincia de Misiones se encontraba cubierto por masas selváticas. Transcurridos dos siglos, dicha cobertura quedó reducida a un 30% del territorio provincial. El Primer Inventario Nacional de Bosques Nativos con imágenes satelitales correspondientes al año 1997 contabilizó un total de 914.823 hectáreas de bosque denso y relativamente continuo, de las cuales, solamente 152.186 correspondían a selva de cobertura cerrada, incluidas las 40.238 del Parque Nacional Iguazú.

El modelo productivo puesto en práctica fue responsable de la pérdida de un extraordinario valor maderable, de los árboles reproductores de especies valiosas y de una caída en sanidad y calidad; pero lo que es más grave aún, fue responsable de la pérdida de un invalorable patrimonio de diversidad biológica y de servicios ambientales que la selva ponía a nuestra disposición.

Otra región selvática de nuestro país, la de Yungas, que se extiende por los territorios de las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán y Catamarca, tampoco se liberó de las consecuencias deforestadoras del auge agro-exportador registrado a partir de mediados del siglo XIX.

Originalmente, la cultura predominante de la zona era de tipo silvopastoril. Los habitantes de la zona utilizaban los recursos naturales para la construcción de viviendas y cercados, leña y carbón para combustible, caza y captura de animales y mamíferos, recolección de mieles y frutos silvestres y pastoreo de ganado mayor y menor. También practicaban una agricultura y fruticultura en pequeñas parcelas que eran desmontadas a tal fin. Las artesanías en materiales como lana y cuero eran tradicionales de la zona y teñidas con sustancias naturales extraídas de plantas del bosque.

Si bien las practicas ganaderas desarrolladas por los primeros colonizadores basadas en la introducción de ganado doméstico de origen europeo, impactaron negativamente sobre la vegetación original, fueron los cultivos agrícolas, principalmente la caña de azúcar y el uso del fuego como herramienta para obtener el rebrote de los pastizales, los que degradaron y destruyeron amplias superficies cubiertas por las masas selváticas de la región.

La irrupción del ferrocarril en la provincia de Tucumán (1876) impulsó la explotación maderera a un ritmo creciente a lo largo del tendido de la red ferroviaria, que en 1891 llegaba a las ciudades de Jujuy y Salta. El aumento de población y la posibilidad de acceder a mercados distantes y muy demandantes, como el de Buenos Aires, trajo consigo el incremento en la demanda de combustibles y maderas preciosas incrementándose en forma notable la presión deforestadora en la región de las Yungas.

Hacia mediados del siglo XIX, en el extremo sur de nuestro país, la región patagónica mostraba un inmenso territorio habitado por varias comunidades aborígenes que, a pesar de haber sido disminuidas por las guerras y pestes, desde el inicio del contacto con los españoles, todavía eran numerosas[6]. Las naciones pehuenche, manzanera y tehuelche utilizaban todos los ecosistemas con una oferta natural adecuada a la producción ganadera. Los espacios más utilizados eran los de la Patagonia norte, particularmente los precordilleranos.

Las primeras colonias de la Patagonia fueron ocupadas en una segunda instancia, luego de haberse completado la colonización de las regiones centrales del país. Recién en el siglo XIX, debido al cambio de la valorización de los recursos naturales, la búsqueda de áreas de colonización significó la búsqueda de lugares potencialmente aptos para la ganadería (Godoy Manríquez 1997).

En los comienzos de la colonización, los pobladores aborígenes tenían hábitos nómades y si bien usaban el fuego como herramienta para la cacería, al no ser su actividad principal la agricultura ni la ganadería, el impacto sobre el bosque no fue importante. Con los primeros asentamientos de habitantes no nativos comenzó la explotación de las masas forestales nativas. La madera fue utilizada para la construcción de viviendas, cercos, galpones y estructuras propias de la acción antrópica. El asentamiento humano y su actividad productiva se efectuaron a expensas del bosque y diversas áreas fueron sometidas a la extracción selectiva de madera y a incendios intencionales para clarear la cubierta de bosque natural denso y favorecer el crecimiento espontáneo de especies forrajeras aptas para la ganadería (SAyDS 2004).

A partir de 1903, pese a encontrarse en pleno desarrollo la etapa agro-exportadora, las incomparables bellezas naturales de la región de los Bosques Andino-patagónicos, motivaron una fuerte corriente conservacionista, la primera a nivel nacional, enfocada en la problemática ambiental desde la óptica del paisaje. Corriente conservacionista que encontró un hito fundacional, en la donación al Estado Nacional, hecha por el Doctor Francisco P. Moreno, de tres leguas cuadradas (7.500 ha) de tierras de su propiedad, recibidas en recompensa por los servicios gratuitos prestados en la cuestión de límites con Chile. Dicha donación tenía el objetivo de: “…mantener su fisionomía natural y que las obras que se realicen sólo sean aquellas que faciliten comodidades para la vida del visitante”.

Es en el año 1922, bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen, que este gesto de gran precursor se cristalizó en la creación del primer Parque Nacional, llamado “Del Sur”, con una superficie de 785.000 hectáreas, a partir de lo cual se instaló una verdadera red de áreas protegidas[7] en la región de los bosques Andino Patagónicos cubriendo aproximadamente el 70% de su área total.

Resulta sumamente interesante analizar aquí el resultado de la estrategia de conservación in-situ basada en áreas protegidas, aplicada masivamente en la región de los bosques Andino Patagónicos, en comparación con la estrategia basada en el mercado, que masivamente se aplicó en el resto de las regiones forestales del país.

De acuerdo a los datos del Primer Inventario Nacional de Bosques Nativos sobre “Volumen bruto total por Regiones” se ha confeccionado el siguiente cuadro.

 

REGIÓN Volumen bruto total c/c* (m3) Volumen bruto c/c por hectárea (m3)
Selva Misionera 155.230.000 170
Selva Tucumano Boliviana 375.895.000 101
Parque Chaqueño 704.798.000 33
Bosque Andino Patagónico 908.761.000 480
Total 2.144.684.000
  *Con corteza Elaboración propia

 

Claramente se aprecia que para 1998, el 42% del volumen total bruto con corteza en pie de nuestro país, correspondía a la región de los Bosques Andino Patagónicos, pese a que solo equivalían al 6% del total de la superficie de los bosques nativos de Argentina, lo cual se refleja en las significativas diferencias de volúmenes por hectárea.

Durante toda la etapa agro-exportadora (1850-1930) y a diferencia de lo acontecido con la agricultura y la ganadería, la enseñanza, el conocimiento científico, la legislación y la institucionalidad forestal resultaron prácticamente inexistentes. Como lejano antecedente se puede mencionar la creación de la Oficina de Bosques (1912), en el ámbito del Departamento de Agricultura y bajo la Dirección de Agricultura y Defensa Agrícola, primera institución con competencia específica en la materia que, como puede apreciarse, poseía una jerarquía mínima. Recién sobre el final de la etapa agro-exportadora, en 1927, surge la Dirección General de Tierras (DGT) con el objeto de administrar la tierra pública y los bosques fiscales.

No resulta casual que en la etapa en la que se inició el avance de los frentes productivos sobre las áreas forestales nativas, alcanzando verdaderos extremos en materia de deforestación, la normativa e institucionalidad forestal en Argentina hayan sido prácticamente inexistentes.

Importamos los ideales del librecambismo y las ideas sociales y políticas que desde Europa llegaban con las sucesivas olas inmigratorias, pero no importamos los conocimientos y las actitudes frente a las masas forestales forjadas en el viejo continente, ejemplo de lo cual resultaba la publicación del “Tratado Completo de Maderas y Bosques” (1794) escrito por Du Monceau, considerado el primer tratado de ciencias forestales, que dejó atrás los rudimentos técnicos empíricos que apoyaban una silvicultura casi artesanal.

A mediados del siglo XIX, las Escuelas Alemanas de Berlín y Tharandt consolidaron y dieron carta definitiva de ciencia a la Silvicultura, la Ordenación y la Dasometría. Por esos años surgió la figura de un notable catedrático del Instituto Forestal de Tharandt,  Heinrich Cotta, quien produjo la primera revisión[8] de la Silvicultura, revisión que distingue a las interpretaciones científicas[9], con lo cual la introdujo definitivamente en el campo de las ciencias.

En igual período, en España, se creó el Cuerpo de Ingenieros de Montes y la Junta Consultiva del Cuerpo de Ingenieros de Montes que impulsó la teoría de la Utilidad Pública Forestal, que defendió las funciones trascendentes de los montes, remarcando la interdependencia de las funciones que el monte desempeñaba, fruto de sus influencias físicas, biológicas y económicas, resaltando sus funciones protectoras que no podían quedar en manos privadas, lo que se consideraba como una amenaza al patrimonio natural, la salubridad pública y el interés general de las generaciones actuales y venideras. En 1863 se promulgó la Ley de Montes, que permaneció vigente hasta el año 1957 y en 1865 se aprobó el Real Decreto del Reglamento de la Ley de Montes, que puede considerarse como el primer Código Forestal Español.

Queda claro que no fue la falta de conocimientos científicos y antecedentes legales e institucionales lo que no permitió en Argentina, en pleno proceso agro-exportador, adoptar una política activa de protección y ordenado aprovechamiento de la vasta riqueza forestal, sino que estaba en el corazón mismo del modelo de desarrollo adoptado, su planificada dilapidación.

[1]   Desarrollo Agropecuario

[2]  “Gran Chaco Gualamba, historia de un nombre” Ramón Ticera, Ediciones Cultural Nordeste – 1972

[3]  Ley 1054 (1880). Incluía temas tales como: solicitud para establecer un obraje; época de cortas; firma de contrato garantizado de no más de 5 años y límite máximo de superficie; fijación de usos de la madera y obligación de marcas; protección de especies tintóreas y curtientes; conservación de especies arbóreas; definición de autoridades de aplicación a nivel nacional; prohibición de tala alrededor de las ciudades, solo se permite la extracción de leña; sistema punitorio y criterios de determinación de utilidad pública de bosques para su conservación como propiedad nacional, prohibiendo entregarlos en venta para colonización.

[4]  El denominado “Impenetrable Chaqueño” está comprendido dentro de los departamentos de Almirante Brown y General Güemes de la Provincia del Chaco, representando el 43 % de la superficie provincial. Si bien no existe una delimitación exacta de la zona conocida como “el impenetrable”, se lo asocia con la zona semiárida de esta región. “Aproximación a la caracterización del paisaje del impenetrable chaqueño” – Basterra, Nora (2004)

[5]  Denominadas “maderas de ley” porque durante la época del Emperador Don Pedro II, en territorio del Brasil, estaba prohibida por ley la corta de las mismas

[6]  La población de la región cordillerana se estimaba en unas 35.000 personas en el país de la manzana (Río Negro), la mayoría de ellas habitantes de la cuenca del Collon Cura, mientras que la nación pehuenche era de aproximadamente 30.000 individuos. En Tierra del Fuego, habitaban alrededor de 11.000 a 11.500 aborígenes (Godoy Manríquez 1997).

[7]  Parques Nacionales: Nahuel Huapi (1934) ubicado en el sudoeste de la Provincia de Neuquén y noroeste de la Provincia de Río Negro, abarcando una superficie de 705.000 hectáreas; Los Alerces (1937) abarcando 263.000 hectáreas en la región cordillerana de la Provincia del Chubut; Lanin (1937) abarcando 412.000 hectáreas en el sudoeste de la Provincia del Neuquén; Lago Puelo (1937) abarcando 27.674 hectáreas en el extremo noroeste de la Provincia del Chubut; Perito Francisco P. Moreno (1937) con una extensión de 115.000 hectáreas en el noroeste de la Provincia de Santa Cruz; Los Glaciares (1937) abarcando 724.000 hectáreas ubicadas en el sudoeste de la provincia de Santa Cruz; Los Arrayanes (1971) creado como Parque independiente del Nahuel Huapi del que formaba parte y el Parque Nacional Tierra del Fuego (1960) abarcando una superficie de 63.000 hectáreas.

[8]  Cotta criticó el sistema silvícola de “cortas a hecho” y su correlato en la Ordenación: la “división en cabida”, por no adaptarse para el caso de “montes altos” con turnos largos y propuso un nuevo sistema silvícola: “aclareos sucesivos” dando origen a los métodos de ordenación por “tramos”. Gayer, Mayr y Cajander entre otros, concretaron una segunda revisión a fines del siglo pasado y principios del actual con el denominado “retorno a la naturaleza” que basó sus métodos de corta en la imitación de la regeneración natural. La Silvicultura iniciaba su convergencia con la Fitosociología, camino que se ha mantenido hasta nuestros días.

[9]  Popper en “La lógica del Descubrimiento Científico”.

 

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